La ley del aborto ha sido el mayor fiasco político de la legislatura. Se promovió para contentar al electorado conservador y su azarosa tramitación y posterior retirada después de tres años de debate ha acabado molestando a la izquierda, al centro y ahora a la derecha. En el camino ha quedado la carrera política de Alberto Ruiz Gallardón, que cumplió el encargo de Mariano Rajoy y después ha intentado de todo para que saliera, hasta que antes del verano empezó a rendirse y pidió a Rajoy que le cesara. El presidente le puso encima de la mesa encuestas que recomendaban no sacar la ley, pero le pidió que aguantara. El resultado al final ha sido el mismo: un fiasco con dimisión del ministro.
Todo empezó el día en que Mariano Rajoy decidió encargar la ley del aborto, el asunto más delicado de la legislatura, al ministro de Justicia, Gallardón, y no a la de Sanidad e Igualdad, Ana Mato. Si con José Luis Rodríguez Zapatero el asunto quedó en manos de Bibiana Aido, con Rajoy se atribuyó al hijo del diputado de AP que en 1983 había recurrido la anterior ley del aborto. Una feminista frente a un exfiscal hijo del líder del antiabortismo en la derecha. Todo un símbolo. El enfoque no sería social, sino puramente político y jurídico.
Algunos en el PP lo vieron como un regalo envenenado para Gallardón, eterno aspirante al trono de Rajoy. Ya entonces, en 2012, muchos le avisaron de que este asunto podría ser su tumba política. Otros en el partido creen que él intentó aprovecharlo para reconciliarse con la derecha política y mediática, que siempre le había dado la espalda mientras él buscaba un perfil moderado que le dio cuatro mayorías absolutas en Madrid. Lo cierto es que Gallardón, fiel a su estilo protagonista, se creyó el papel y empezó a defender la nueva ley del aborto en todos los foros, mientras poco a poco se iba hundiendo en las encuestas.
La batalla de la ley del aborto no era nueva en el PP. Venía de lejos, y Gallardón fue el último en llegar a ella. Ya se produjo en 2010, cuando Federico Trillo, miembro del Opus Dei y uno de los pata negra del PP, capitaneó con Soraya Sáenz de Santamaría un recurso durísimo al Tribunal Constitucional en el que se comparaba la ley del PSOE con las normas nazis de selección de la raza precisamente por permitir el aborto por malformación que después centró toda la polémica.
La batalla se abrió de nuevo en 2011, cuando se estaba cerrando el programa electoral. Rajoy y otros muchos dirigentes recibieron miles de cartas de presión de colectivos antiabortistas cercanos a la iglesia y al PP. El entorno del Opus y de la Conferencia Episcopal se movió. Jorge Fernández Díaz, amigo de Rajoy y miembro del Opus, apretó y logró que se incluyera un compromiso, aunque vago, de reformar la ley del PSOE para proteger mejor al nasciturus. Los moderados que preferían esperar al fallo del Constitucional perdieron esa batalla. Era la segunda vez que ganaban los conservadores porque así lo quiso Rajoy.
Gallardón empezó a trabajar en una ley de supuestos mejorada. Enseguida empezaron a verse los problemas. Las discusiones con La Moncloa eran constantes y el ministro ofreció públicamente varias fechas que eran sistemáticamente incumplidas. La ley estaba ya lista, con dos opciones, una más suave y otra más dura, encima de la mesa de Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría. Allí estuvo meses a la espera de una solución.
El presidente, como siempre, tomaría la última decisión. Algunos dirigentes y miembros del Gobierno creen que en él influyó también su entorno personal, de origen muy conservador. Otros culpan a la insistencia de Gallardón. Rajoy decidió, pero se quería evitar que él asumiera el coste político de un asunto muy delicado. Así que el 20 de diciembre de 2013, aprovechando que el presidente estaba en Bruselas y buscando que la polémica se apagara con el eco de las Navidades, un Consejo de Ministros presidido por Sáenz de Santamaría aprobó la norma más restrictiva de la democracia, que eliminaba incluso la malformación, cualquiera de ellas, como un supuesto para abortar.
Gallardón quería que quedara claro que era una ley de todo el Gobierno, no suya. Insistió en que se basaba en el recurso que en su día presentaron Trillo y Sáenz de Santamaría. Y para que todos los ministros asumieran el coste juntos, se les envió a todos la ley dos días antes. Sabían el miércoles lo que iban a aprobar el viernes. Algunos ministros temían más a la reacción de los conservadores, por una ley que no eliminaba el aborto, que a la izquierda. Era una norma pensada para ese electorado católico, eran esos votantes los que inquietaban. Pasó exactamente lo contrario y muchos se sorprendieron.
Ese mismo día ya se vio que Gallardón iba a asumir el coste en solitario. Desde Bruselas, Rajoy evitó contestar, como si no supiera de qué iba la ley. En Madrid, sentada al lado de Gallardón, Sáenz de Santamaría renunció a defenderla. Se le preguntó si estaba cómoda con ella. Y dijo que estaba tan cómoda con esta ley como con la de 1985, sin explicar qué le parecía esta última. Fátima Báñez, la ministra de Empleo, sentada a su lado, no quiso decir ni palabra.
Los que sí hablaron fueron los barones autonómicos y dirigentes locales. La ley tuvo un enorme impacto en el electorado moderado y el PP empezó a caer aún más en las encuestas a pocos meses de las europeas de mayo. José Antonio Monago, Alberto Núñez Feijóo y otros barones pidieron un texto más consensuado. El asunto monopolizó una tensa reunión de la cúpula del PP en enero y se alcanzó el pacto interno de no volver a tocarla hasta después de las europeas. Con eso se logró que saliera del debate público. Rajoy insistía: hay que hablar de economía. Pero el presidente no había renunciado a la ley. Quería suavizarla, en especial el asunto de la malformación, pero estaba dispuesto a seguir para acabar con la ley de plazos del PSOE. Volver al 85 era la consigna.
En mayo las cosas estaban claras. En cuanto pasaran las europeas la ley se aprobaría rápidamente en verano para dejarla lista antes de 2015, año electoral. Esa era la intención del ministro. Y creía tener el respaldo de La Moncloa. Rajoy lo dejó claro en mayo en la Cadena SER: “No vamos a retirar la ley, estamos dispuestos a hablar pero no vamos a retirarla”.
Pero entonces llegaron las europeas. El PP bajó a un inédito 26% en toda España. Todos los focos se pusieron en la crisis del PSOE pero los populares vivían internamente una especie de revuelta silenciosa. Los alcaldes y presidentes autonómicos entraron en pánico: se veían perdidos en 2015 si no cambiaba la tendencia. La enorme presión interna a Rajoy hizo incluso que el presidente recuperara la olvidada propuesta de cambiar la ley electoral para evitar la debacle del PP.
En ese momento, antes del verano, Rajoy citó a Gallardón en La Moncloa. Le enseñó las encuestas que manejaba Pedro Arriola, uno de sus asesores más influyentes: hasta el 40% de los votantes del PP estaban en desacuerdo con la reforma de la ley del aborto. Aprobarla podía ser el golpe definitivo para un partido en horas bajas. Especialmente preocupante eran los datos del voto joven, el que más inquieta ahora mismo a los populares porque han detectado mucho malestar, tanto que incluso una parte pequeña de sus exvotantes jóvenes se han ido a Podemos. Entre esos jóvenes del PP la ley de plazos ha sido mayoritariamente aceptada.
Rajoy quería buscar una solución. Retirarla era muy duro para el electorado conservador, suavizarla, muy difícil para el moderado. Gallardón propuso entonces una salida: que le destituyera. Sería el culpable del mayor fiasco político del Gobierno y la situación quedaría resuelta, las críticas irían contra él. Pero el presidente no aceptó. A Rajoy no le gustan los cambios y menos una crisis de gobierno por una ley tan sensible. Pidió un poco de tiempo, tal vez convencido de que Gallardón se olvidaría de la dimisión como había hecho otras muchas veces en el pasado.
El ministro entonces lanzó su última apuesta, a la desesperada. Aseguró que la ley saldría del Consejo de Ministros “antes de que acabe el verano, que acaba en septiembre”. La ley, ya suavizada en algunos puntos polémicos, en especial el de las malformaciones, estaba de nuevo en La Moncloa esperando destino. Ya no había negociaciones, ni se estudiaban informes, al contrario de lo que decía Sáenz de Santamaría cada viernes para ganar tiempo. Sólo se esperaba una decisión de Rajoy. Pero el presidente optó por dejarla morir y desautorizar a Gallardón.
A nadie le interesaba su dimisión, pero todos los consultados eran conscientes estos días de que había salido muy tocado, hundido en las encuestas después de años de ser el mejor valorado del PP. Pocos estaban al tanto de la situación entre Rajoy y Gallardón pero se palpaba en el PP una gran preocupación: en la manifestación del domingo estaban los mismos votantes del PP que salieron a la calle en 2010 acompañados por María Dolores de Cospedal y José María Aznar contra la ley del aborto de Zapatero. Y amenazaban con no votar más al PP.
“El PP es mucho más que esa gente, perderíamos muchísimo más por el centro que el pequeño riesgo de que algunos de la derecha que no tienen otra opción real decidan quedarse en casa”, resume un miembro de la cúpula. Pero la realidad es que el PP no está para enfadar a ninguno de sus votantes o exvotantes. Al revés, tiene que recuperarlos. Por eso, y aunque Gallardón tiene muchos enemigos internos, nadie ha empujado para su dimisión. Al contrario. Incluso Cospedal, de la que está muy distanciado, trató de retenerle el lunes con un mensaje que él podía entender. Insistió hasta dos veces en que las decisiones del Gobierno como la ley del aborto “son colegiadas, las toman todos los ministros”, una manera clara de decir que no tenía por qué asumir en solitario este fiasco. Pero las cartas ya estaban echadas.
El texto está muerto y su principal defensor políticamente acabado. Pero la batalla del PP contra la ley de plazos del PSOE seguirá por vías incluso más eficaces y de efectos más duros. Ahora tendrá que pronunciarse el Tribunal Constitucional, que había retrasado su decisión con el argumento de que había una ley en tramitación. Era un pacto no escrito entre los dos sectores. Pero ahora no hay excusas para no tomar una decisión. El PP influye indirectamente en el Tribunal Constitucional, presidido por un exmilitante suyo. Los conservadores tienen mayoría clara. Y el ponente del recurso del PP, Andrés Ollero, es un exdiputado popular conocido por sus posiciones antiabortistas. Entre los populares existe el convencimiento de que la sentencia, cuando salga, acabará con toda probabilidad con la ley de plazos que ahora Rajoy no se ha animado a cambiar y volverá a la situación de 1985.
Pero lo hará con un efecto más duradero. Si el PP hubiese cambiado la ley sin sentencia y retirado el recurso, el PSOE podría volver a modificarla en cuanto llegase al gobierno para recuperar la ley de plazos, similar a la de otros países del entorno español como Francia, Italia o Alemania. Pero si hay una sentencia del Constitucional que acaba con la ley de plazos, sólo otra sentencia elaborada con otra mayoría podría recuperarla. Y eso no es fácil. Puede pasar muchos años o incluso no suceder nunca. Gallardon puede haber quedado en el camino pero el efecto buscado por Rajoy y el PP, que es satisfacer a su entorno y su electorado más conservador, se lograría un poco más tarde pero de forma mucho más duradera y sin el coste político de una reforma del Gobierno con una larga y durísima tramitación en el Congreso. Después del fiasco llegaría así una segunda vuelta con un resultado similar: el fin de la ley de plazos.
La reforma del aborto, la historia del mayor fiasco político de la legislatura
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